viernes, 19 de septiembre de 2025

On/Off

 

Medina, calibrando el carácter delicado de la situación, grabadora en mano entró para proceder con el interrogatorio inicial que daría pie a las primeras fases de la investigación. Encendiendo el pequeño aparato lo puso sobre la mesa:

-¿Qué edad tienes?

-Dieciocho… los cumplí hace una semana.

Medina hizo un esfuerzo por sobreponerse a la mezcla de sentimientos que lo azoraba. Oír que eran apenas dieciocho años lo transportó a su pueblo natal y trató de recordar qué cosas le ocupaban a él por aquel entonces. Tiene la edad de mi sobrina Julia –pensó Medina-

-¿Y hace tiempo que estás en estas cosas?

- Sí, más o menos… yo la primera vez que lo hice no tenía ni quince años.

Medina recorría discretamente aquel rostro juvenil guardándose  de que la mirada delatara su asombro, su consternación.

-Pero… ¿andabas con alguien?

-Sí… con un señor que le decían “El Mocho Miguel”

-¿Y cómo fue que llegaste con ese hombre?

-Yo andaba en la calle: dormía en la calle, pedía comida, a veces robaba. El mocho me dio donde vivir, y bueno… lo demás vino solo.

Medina contemplaba que aquel rostro mostraba todavía eso que llaman “las redondeces de la niñez” y que de la recién superada pubertad aún se conservaban ligeros vestigios.

-¿Cómo fue tu primera vez? ¿Cómo te sentiste?

-Fatal… Sin más que me muero. Menos mal que ya en la casa El Mocho me dio ron. Tomamos mucho ron, como dos días. El Mocho decía que el ron no ahoga las penas sino las culpas. Entonces cada vez que yo hacía el trabajo, bebía con él…

-¿Trabajo?

-Sí señor. Esto también es un trabajo. Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo ¿No cree usted?

Medina no respondió a eso

-¿Por qué te metiste en esto?

- ¿Por qué cree usted? ¡Por la plata! ¡Por la necesidad!

-Podrías haber trabajado en otra cosa…

-No se gana igual. Ni se gana tan rápido…

El rostro, hasta hace poco inocente, cobró dureza y frialdad. Medina apagó la grabadora e hizo señas al espejo de doble vista para que le abrieran la puerta. Lo había invadido una sensación de derrota que le hacía pesado moverse para salir: nunca antes había conocido un sicario tan joven.

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

 

jueves, 11 de septiembre de 2025

¡Pas plus!

 

 

La primera en notar el siniestro cambio que se operaba en Manuel Antonio fue su mamá. Ella fue la primera en presagiar un desastroso final. Desde los primeros indicios la poseyó un miedo inquietante e informe, creciente y constante.

A la generalizada inconformidad manifestada al principio, sucedió una marcada misantropía y luego la mudanza de habitación para ocupar el último cuarto del viejo caserón familiar. Manuel Antonio rechazaba toda compañía y se encerraba por largos períodos. Optaron por dejarle las comidas en una mesilla junto a la puerta y no fueron pocas las ocasiones en las que se recogieron las viandas prácticamente intactas.

Ése día, el hijo no percibió que la madre lo espiaba. Receloso, retiró el candado que había puesto en las argollas exteriores mirando a uno y otro lado. La madre sospechó inmediatamente que algo malo pasaría al ver que Manuel Antonio no entraba solo en el cuarto; pero, de tan horrorizada que estaba, resistió al impulso inicial de intervenir.

Caminó por el largo corredor sin hacer el menor ruido para evitar ser notada por el hijo. Aguzando el oído se acercó discretamente a la puerta. El ánimo de Manuel Antonio iba de los murmullos a los reclamos airados, de los ruegos a las invectivas, de las suplicas a los reproches. Por lo que podía percibir, él había decidido que éste día pondría un trágico fin a todo aquel asunto.

Manuel Antonio estaba junto a “ella” en la cama. Le reprochaba una y otra vez el hecho de que no lo dejara tocarla como antes y le recordaba momentos felices de tiempos pasados. Él recorría una y otra vez, ya con mano suave o bruscamente; aquel costado tan conocido para él. Ella permanecía impávida, silente.

Manuel Antonio se debatía entre cerrarle la boca con alguna mordaza o atacarla a la cabeza directamente con el martillo que desde hacía semanas ocultaba bajo la cama. Nada quedaría intacto, nada se salvaría.

-Bien sé que tú eres de las que no tienen alma… -espetó Manuel Antonio.

Y dicho esto le propinó un primer martillazo a la cabeza. Luego atacó la boca y golpeó con fuerza el sinuoso costado que apenas unos segundos antes había acariciado con deleite, mientras gritaba maldiciones y horrendos improperios.

Acallando el llanto con la palma derecha la madre corrió por el pasillo a ocultarse en su habitación.

En el cuarto nada más quedaron ellos dos: Manuel Antonio despatarrado en un sillón agotado tras el paroxismo que lo condujo al desastre, y allí en la cama, hecha un desastre; la guitarra convertida en astillas…

 

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR.