Marcando mentalmente los compases
de “God save the Queen” en la sala de fumar que precede a las alcobas reales,
Philip disfrutó de un par de cigarrillos y del consabido té de la noche.
Del cómodo sillón en el cual se
encontraba arrellanado, fue surgiendo su gigantesco cuerpo de roble y
se encaminó a la habitación, donde ella, cumplidos sus ritos nocturnos, ya
debía estar preparada para darle las buenas noches y despedirlo.
Contrariamente a lo que esperaba,
Elizabeth en ropas de dormir, permanecía sentada en un pequeño sofá frontero al
tálamo real. Le bastó con mirarla para saber que sufría. Se sentó a su lado y
permanecieron unos instantes en silencio. Elizabeth se inclinó hacia adelante y
cubriéndose el rostro con ambas manos comenzó a llorar.
Ahora lo comprendía, Elizabeth
estaba aterrada. Desde los días de la guerra no la recordaba en semejante grado
de aflicción.
Sobrepuesta al llanto, se reclinó
y puso su mano derecha sobre la pierna izquierda de Philip. Poco duró su
restablecimiento, pues, a no mucho de ello, comenzó de nuevo a llorar desconsoladamente.
Una vez calmada, con la mirada
dirigida hacia un horizonte vacío más allá de la alcoba real, musitó:
-¡Todo! Todo se vendrá abajo Philip…
esa mujer lo acabará todo. Seremos la burla del mundo. El nombre de nuestra
casa rodará por las calles… ¡Y todo se habrá acabado!
Ni bien terminó de decir esto,
Elizabeth rompió de nuevo a llorar. Philip se conmovió en lo más hondo y la
rodeó con sus largos brazos de roble y sus venosas manos de sauce. Si él
pudiera evitar el desastre –pensó-
La pesada monotonía de los días
que siguieron a aquel episodio fue rota de una manera abrupta por la terrible noticia
que procedía de París: ¡Ha muerto La Princesa de Gales!
Esta noche, Philip se encuentra
solo y en una habitación lejana del inmenso palacio. Fuma y trasiega, uno tras
otro, grandes vasos de whisky escocés mientras canta una y otra vez “God save the Queen”…
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR.