sábado, 20 de noviembre de 2021

En tiempos de La Cunaguara…

 

En tiempos de “La cunaguara” era Santa Ana de Coro un pueblote pretencioso que se creía una ciudad. Y aunque al núcleo central de aquel puñado de casas, casonas y templos,  ya  comenzaba a cercarlo su cordón de barrios populares, la otrora primera capital de Venezuela conservaba al sureste las huertas de familias pudientes, lo que le prolongaba el aire rural.

Irrigaban aquellos cultivos, unas acequias que derivaban las aguas del río Coro, represado en El Malecón de Caujarao por los hijos del mismísimo general Rafael Urdaneta.

La cunaguara y sus hermanas, avecindadas en lo aledaño a las huertas, ya por necesidad o ya por vicio, optaron por abandonar muy temprano la idea de concertarse en alguna casona o de iniciarse en las primeras letras con miras a obtener un oficio decente. Ellas fueron putas, desde jovencitas, así de sencillo.

De la cunaguara y sus hermanas nadie guardó sus nombres, de ellas solo se guardó el recuerdo del oficio que ejercían.

Poseedor de tantas morocotas como años, caminaba Don Manuelito rumbo a su huerta en compañía de un joven ahijado de unos doce  años, de quien sospechaba, ya quería iniciarse en la muy coriana práctica de la zoofilia. Con aire grave, Don Manuelito al pasar frente a la iglesia de San Antonio, se quitó el sombrero y se santiguó solemnemente para dar con ello inicio a la perorata que lo traía por los predios de su huerta un domingo. Esto contra su natural costumbre de descansar en “el día del Señor”

Advertía al pequeño ahijado, quien como a un divino oráculo lo escuchaba, que eso de andar en pos de cabras y marranas, detrás de vacas y burras, era cosa de gente depravada y primitiva. Además, por si fuera poco, eso  iba contra la voluntad de Dios y exponía al perpetrador a contraer enfermedades incurables, existiendo siempre la posibilidad -¡Dios no lo permita!- de engendrar una criatura híbrida como presagio del inminente fin del mundo. Sobre la masturbación no le prevenía, pero le machacó una y otra vez:

-¡Para el hombre, la mujer!

Huir de la zoofilia y del ocio son dos cosas que un hombre decente debería hacer con ahínco. Por dar un ejemplo, en la huerta estaba uno de sus nietos “El catire” trabajando como cualquiera de los peones porque se resistía a estudiar pese a tener también unos doce años. Si no quería ir a la escuela debía trabajar, porque la vagancia, ofende a Dios que dio a los hombres extremidades y fuerzas para conseguirse el pan. Se empieza por ser un holgazán y se termina por ser un delincuente, razonaba Don Manuelito.

Al fin llegaron a la huerta, sin mayor ruido abrieron el portón y entraron. Nadie se veía por los alrededores. Don Manuelito, perspicaz como todos los viejos y desconfiado como todos los ricos, rodeó la casa sin llamar. Nadie andaba por allí.

Se dirigió a  las vaqueras bordeando el estanque y allí estaba “El catire” desnudo, de espaldas a él, y montado sobre una  vaquilla en afán copulador, sudando, bufando  y lanzando exclamaciones en la inocultable proximidad de la eyaculación.

Don Manuelito y el ahijado retrocedieron en silencio para ingresar a la casa. Una vez dentro, Don Manuelito dispuso todo para hacer café, y tomar, con panes y queso, una merienda de media mañana para reponerse y volver a casa.

Oloroso a “Lifebuoy” y bien peinado entró al mucho rato “El catire” disculpándose por no haber venido antes al encuentro del abuelo. Lucía sus ropas limpias de domingo y venía de bañarse. Por eso se había tardado tanto.

La breve refección transcurrió sin sobresaltos hasta que el viejo dio la noticia de volver a casa. El ahijado se adelantó hasta el portón y “El catire” venía tras el abuelo que caminaba  intencionalmente a paso demorado. Traspuesto el portón el ahijado se alejó un poco, pero no tanto como para no ver el momento en que Don Manuelito sacaba una moneda de cinco bolívares:

-¡Tome catire! Agarre ése fuerte  ¡Vaya a coger a La cunaguara! ¡Pero déjeme los animales quietos!

La última parte de la advertencia la acompañó de un poderoso coscorrón que hizo trastabillar al nieto, y hasta el día de hoy, hace reír al ahijado al evocar los tiempos de “La cunaguara” cuando Santa Ana de Coro era un pueblote con pretensiones de ciudad.

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR.

martes, 18 de mayo de 2021

Jardín caribe...

 

No saben del otoño,

que con sus gélidas brisas en tardes grises,

clava flechas de nostalgia en las almas.

Nunca  han visto la nieve,

que con sus heladas sepulta la vida,

y siembra en los corazones anhelos de fuego y calor;

ansias de hogar.

Jamás se han rendido abrasadas por el verano inclemente,

que  a gentes y animales, a hierbas y árboles,

doblega sitibundos…

¡No! ¡Las plantas del jardín mi mamá son todas tropicales!

Las matas de mi mamá, todas gritan ¡Caribe!

Y sin embargo…

O más bien por eso…

¡Cómo entiende de primaveras el jardín de mi casa!

 

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR





 

 

miércoles, 12 de mayo de 2021

BUCKINGHAM…

 

Marcando mentalmente los compases de “God save the Queen” en la sala de fumar que precede a las alcobas reales, Philip disfrutó de un par de cigarrillos y del consabido té de la noche.

Del cómodo sillón en el cual se encontraba arrellanado, fue surgiendo su gigantesco cuerpo de roble y se encaminó a la habitación, donde ella, cumplidos sus ritos nocturnos, ya debía estar preparada para darle las buenas noches y despedirlo.

Contrariamente a lo que esperaba, Elizabeth en ropas de dormir, permanecía sentada en un pequeño sofá frontero al tálamo real. Le bastó con mirarla para saber que sufría. Se sentó a su lado y permanecieron unos instantes en silencio. Elizabeth se inclinó hacia adelante y cubriéndose el rostro con ambas manos comenzó a llorar.

Ahora lo comprendía, Elizabeth estaba aterrada. Desde los días de la guerra no la recordaba en semejante grado de aflicción.

Sobrepuesta al llanto, se reclinó y puso su mano derecha sobre la pierna izquierda de Philip. Poco duró su restablecimiento, pues, a no mucho de ello, comenzó de nuevo a llorar desconsoladamente.

Una vez calmada, con la mirada dirigida hacia un horizonte vacío más allá de la alcoba real, musitó:

-¡Todo! Todo se vendrá abajo Philip… esa mujer lo acabará todo. Seremos la burla del mundo. El nombre de nuestra casa rodará por las calles… ¡Y todo se habrá acabado!

Ni bien terminó de decir esto, Elizabeth rompió de nuevo a llorar. Philip se conmovió en lo más hondo y la rodeó con sus largos brazos de roble y sus venosas manos de sauce. Si él pudiera evitar el desastre –pensó-

La pesada monotonía de los días que siguieron a aquel episodio fue rota de una manera abrupta por la terrible noticia que procedía de París: ¡Ha muerto La Princesa de Gales!

 

Esta noche, Philip se encuentra solo y en una habitación lejana del inmenso palacio. Fuma y trasiega, uno tras otro, grandes vasos de whisky escocés mientras canta una  y otra vez “God save the Queen”…

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR.

 

sábado, 13 de marzo de 2021

Crónica: 1992 el año de los burros…

                                                                                                Al poeta Inti Clark Boscán, amigo de las letras y la memoria.

Si no recuerdo mal –aclaro esto porque a veces no recuerdo bien- aquel año iba yo a cumplir mis veinte y era por tanto 1992. Gobernaba al estado Falcón el partido COPEI y hallábame yo por aquellos días al servicio de un dignísimo prelado de origen neogranadino que se había asentado en Coro desde la década de 1960.

El clérigo, como la mayoría de ellos entonces, simpatizaba muy abiertamente con los copeyanos y se complacía en aquella gestión de gobierno –nefasta, por cierto- hasta el punto de disculpar las torpezas y atenuar los fracasos de quien por entonces dirigía el poder ejecutivo regional de sarao en sarao al son de un infaltable mariachi.

Así las cosas, crecían los problemas y las razones para protestar se acumulaban. Alguien, sugirió que en vista de que las vías de comunicación hacia La Sierra de Coro estaban tan deterioradas, ir y volver de la serranía a la capital estadal era un viaje que habría de hacerse a lomos de bestia.

¡Pum! Surgió la idea. ¡Haremos la marcha de los burros! ¡Los burros bajarán hasta Coro! ¡Haremos la bajada de los burros! Y así fue…

Sin afanes ocultinos se organizó la llegada de los burros serranos hasta la ciudad en un día de mayo, si no recuerdo mal, aclaro esto porque a veces no recuerdo bien.

Un editor local capitalizó la fuerza de la protesta y se puso al frente de ella. Su periódico lo elevaría después a la categoría de adalid, padre de los huérfanos y protector de las viudas, tal como se dice del Dios de Israel.

En fin,  los hijos de acémila, trotones algunos, macilentos los más, avanzaron por la avenida Manaure desde el sur y fueron poco a poco arribando a la inmediaciones de la sede regional del poder ejecutivo. Nada se hizo por contenerlos ni cerrarles el paso. Claro, tampoco se atendió el reclamo de los habitantes de la serranía falconiana y de “La bajada de los burros” no quedó sino una ingente cantidad de boñiga adornando los predios cercanos a la sede de la gobernación.  

Mientras todo esto pasaba, el prelado al cual ya hice mención, encontrábase en su casa caminando de un lugar a otro como león enjaulado presa de grande angustia. Por una orden suya no se seguían las incidencias del evento a través de la radio o de la televisión.

Como la mayoría de los miembros de mi familia por línea materna, yo era simpatizante del partido Acción Democrática, opuesto a COPEI. Pero eso era antes, cuando ser adeco no causaba vergüenza…

Entonces, he aquí que llego a la casa del sacerdote angustiado en hora cercana al mediodía. Por todo saludo inquirió:

-Calixto ¿Sabes si todavía están los burros en la gobernación?

Muy poco me tomó entrever  la ocasión de meter baza y sacar a relucir mi condición de adeco. Rápidamente respondí:

-¡Sí padre! ¡Y ahí van a seguir mientras que no haya elecciones!

Ni que decir que el cura montó en cólera. Mi madre y mi partido salieron a relucir envueltos en invectivas y denuestos que manaban de la boca del padre como de inagotable surtidor. Y mientras yo me deshacía en muchos “no se ponga así” él se enfurecía más y más, y con un rotundo “fuera de mi casa” puso fin a nuestro encuentro de aquel día.

Una vez afuera me puse a reír recordando mi atrevimiento. Me fui a una panadería de la avenida Pinto Salinas y tomé un café mientras fumaba con grave riesgo de ahogarme, pues no paraba de reír.

Aquel año, el año de los burros, fui por primera vez al territorio indígena de El Tukuko, pero eso es materia para otra crónica…

Calixto Gutiérrez Aguilar