Yo que soy un hombre muy respetuoso jamás he pretendido
de analista político, sociólogo, antropólogo, psicólogo, ni de otra bestia
parecida. Dios me libre. Sin embargo, tampoco yo estoy a salvo de elucubrar
constantemente sobre la realidad en la que vivo. Pienso que una de las peores
desgracias de este país es la rapidez
con la que sus habitantes pasan de una filosofía a otra. Aquí la gente cambia
su discurso y militancia como si nada. Háyase pues nuestra mayor desgracia en
el hecho de ser inconsecuentes…
Hace cosa de tres de días que caminaba por cierta plaza
de esta ciudad y al mirar hacia unos árboles me encontré con un pequeño aviso
puesto sobre una estaca. Este “avisillo” era apenas legible en la distancia y
al palpar el vacío de mi bolsillo comprendí que había dejado en casa los
anteojos. Noté que el árbol junto al
cual se hallaba el “cartelillo” de marras se encontraba cercado por una
primorosa barda y lo rodeé para poder acercarme al “letrerillo” que ni aun así
pudo mostrarme eficazmente la advertencia que contenía.
En un momento en que cesó el flujo de gente en los
alrededores aproveché para pasarme la
barda y acercarme a leer. El cartel dice: “Prohibido mearse aquí”
Quiero que quede claro que el ataque de indignación que
sufrí no fue nada pequeño. Una rabia sorda me subió a la cabeza y se apoderó de
mí con la fuerza de una posesión demoniaca. Mil preguntas me asaltaban y me
acicateaban a la ejecución de algún acto vil que me resarciera de aquella burla
que yo consideraba que acababa de sufrir
¿Cómo es que se gasta dinero público en un cartel semejante? ¿Cómo es que “tan grave aviso” no se pone más a la
vista? ¿Qué debe hacer aquí alguna anciana con incontinencia urinaria? ¿Qué
sucede con la madre que lleva a casa un niño que afirma adolorido “no llego, no llego”? ¿Y si el anciano
que cruza la plaza padece de alguna patología prostática qué debe hacer?
Enardecido, poco me costó dar con la idea perfecta para
vengarme de semejante afrenta. Forzando las ganas produje una abundante micción
que dirigía del cartel al árbol y del árbol al cartel en riego alternativo
mientras profería tal vez algún improperio.
Habiendo cumplido las setenta y dos horas de mi arresto,
hoy por fin vuelvo a casa. Pienso que tal vez el cartel debía recordar que no
sé qué santo sacerdote muerto hace ya unos cien años y famoso por sus obras de
caridad fue quien plantó aquel frondoso roble en vez de indicar lo que ya
sabemos que indica.
Por otro lado, creo que la mayor desgracia de este país
donde tanto delito se deja pasar por alto, es que se puede ir preso por una
pequeñez, por algo tan nimio como mear…
CALIXTO
GUTIERREZ AGUILAR