El
Doctor Segismundo Reyes May, natural de Santa Ana de Coro, Estado Falcón, se
encontraba totalmente convencido de la
existencia de un manuscrito apócrifo llamado
“La maldición de Kerioth” al cual
mencionaban varios historiadores cristianos alrededor de los siglos segundo,
tercero y cuarto.
El
tal manuscrito –según se decía- contaba cómo habían sido tratadas las treinta
monedas de plata que recibiera Judas
Iscariote por la traición a Jesús de Nazaret.
En
el pequeño rollo original –una obra más bien breve- se hallaban una serie de
consideraciones esotéricas ligadas a ciertas supersticiones de los primeros
cristianos y una relación detallada de los propietarios de al menos veintinueve
de las treinta piezas que podían
rastrearse hasta el año 372 de nuestra era más o menos.
En
una suerte de apéndice “La maldición de Kerioth” ofrecía las instrucciones para recibir y pasar las monedas sin contraer la maldición
que ellas contenían. Esto último consistía fundamentalmente en no tomarla de la
mano de quien la ofrecía, pues la pieza debía ser arrojada al suelo por el
donante y de allí levantada por el nuevo propietario repitiendo una serie de
fórmulas rituales. Claro está, eso en el caso de que pudiera uno toparse con la
trigésima pieza que faltaba en el inventario.
¿Qué
tipo de moneda de cambio recibió Judas Iscariote? ¿Qué sucedió con la última de
las treinta piezas? Esas eran cosas que ocupaban la inquieta imaginación del
doctor Reyes May desde que en un viejo artículo de prensa leyó sobre “La
maldición de Kerioth”
II
Aquel
enero de 1931 cuando apenas se enteró de la muerte de Ramos, Segismundo Reyes
se dispuso a viajar a Suiza para averiguar una cadena de rumores que había
recibido acerca de los últimos días del poeta.
Se
malhayó de vivir en Coro porque las noticias llegaban ya con una cierta pátina
de cosa harto sabida por el resto del mundo.
Por
enésima vez pensó en que su abuelo materno, William May, tuvo mucha razón
cuando lo invitó a establecerse en Inglaterra antes de empezar sus estudios de
medicina.
Casi
finalizaba el mes de julio cuando recién
instalado en su habitación de hotel en Ginebra, el doctor Reyes May recibió una
carta del Real Instituto Británico de Numismática. Ávido de noticias sobre su
investigación leyó:
“En
cuanto a la suma de treinta piezas de plata que por su traición recibiese Judas
Iscariote, debe entenderse concretamente los llamados “siclos” de algo así como
540 gramos de plata. Conocióse el siclo de plata con el nombre de “shekel de
Tiro” porque se acuñó en aquella ciudad fenicia y era la moneda de plata que
más circulaba en la Palestina de la época en cuestión”
-¡El
Shekel de Tiro! –exclamó- ¡El siclo de plata!
Y
continuó leyendo con infantil entusiasmo aquella carta que el honorable señor
Bowles le había dirigido casi que a título personal debido a la amistad que le
unió con el abuelo de Reyes May:
“La
moneda mostraba al anverso, la efigie de Baal. Es un anverso del tipo
anepígrafo, es decir sin fecha. En el reverso, deberían apreciarse un águila y la letra “Kaph”
hebrea. El reverso si tiene leyenda: “Turouieras Kaiasulou”, lo que traduce “de la ciudad de Tiro, la sagrada”
Ceñifruncido,
y con ademán de hombre estudioso, el doctor Segismundo prosiguió su lectura:
“Sobre
las equivalencias que nos consulta ha de saber que un siclo equivalía a 4
dracmas y que el valor de cada tetradracma era de 4 denarios romanos, por lo
que al cambio, Judas obtuvo 120 denarios de plata. Habida cuenta de que en el
tiempo de Augusto un muy buen salario mensual eran 20 denarios, Judas fue muy
bien pagado por su servicio…”
Obviando
los detalles personales que cerraban la misiva, el doctor Segismundo la
depositó sobre el pequeño escritorio y se dirigió a la ventana poseído por una
especie de escalofrío. Cerró la ventana y sin cambiarse de ropa se recostó y se
quedó dormido. A la hora de la cena y en vista
de que no había bajado, un joven camarero tocó a su puerta. Confundido,
el doctor Reyes apenas podía hallar el interruptor de la luz y por un momento
dudó acerca de en qué lugar se encontraba.
Cosa
extraña, a él que nada le daba miedo, aquella sensación de incertidumbre momentánea, lo aterró…
III
Segismundo
Reyes May no quiso salir temprano a conocer entre otros atractivos la catedral
de san Pedro. Pensaba en que la silla de Juan Calvino nada tendría de
extraordinario y que su abuela –de haber estado allí- le habría dicho:
-“¿Venir
de Coro a ver una silleta?”
Y
recordó que sus primos de La Vela de Coro
las hacían muy buenas.
Claro,
que tal vez nunca se habrían posado sobre los muebles de sus primos unas nalgas
tan notables como las del ilustre reformador protestante –pensó en ello y
sonrió-
A
la hora convenida, llegó al vestíbulo del hotel el señor Brel y tras
intercambiar cortesías e invitaciones pasaron a un área más discreta en el
restaurante para conversar. El tal Brel hablaba con un cierto halo de misterio,
y en resumidas cuentas, le informó de un señor de apellido Abenatar residente
en Ginebra con quien había compartido escuela en tiempos de mocedad y de quien
era cercano colaborador en asuntos de negocio. Abenatar tenía un primo poeta
que se había suicidado en Coro y a cuya muerte fueron recogidas ciertas
pertenencias (muy pocas en realidad) y distribuidas entre los parientes más
cercanos. La mención del poeta coriano hizo erizar la piel de Reyes.
El
señor Brel le contó que estando Abenatar en Nueva York, recibió a través de “La
Casa S” un paquete que contenía cosas del primo suicida: un kipá, un librito en
latín y un pequeño estuche de nácar donde podía leerse ACELDAMACH. Como eran
cosas de un muerto Abenatar no puso mayor cuidado a aquello del paquete y
partió a Suiza llevándolo consigo.
Según
Brel, Abenatar puso aquel paquetito en su caja fuerte por un tiempo. Pero en
ocasión de ofrecer un agasajo a funcionarios diplomáticos en julio de 1930 lo regaló a un poeta que era
también traductor quien se sintió halagado porque ya conocía de oídas al poeta
coriano de trágico final. Días después, ese poeta traductor se comunicó con
Abenatar para decirle que había comenzado la lectura del librito pero que el
estuche de nácar contenía una moneda que a él se le antojaba antigua y por ende
valiosa. Abenatar no quiso saber más por algo que el poeta le dijo sobre una
cierta maldición que se describía en el librito. Eso sí, le adelantó el
traductor, que ACELDAMACH es una forma latinizada que debe entenderse como AGER
SANGUINIS o “Campo de Sangre” en español.
Según
Brel, un día cualquiera, Abenatar lo llamó para decirle que aquel poeta traductor se había suicidado allí en
Ginebra el mismo día en que cumplía cuarenta años. Abenatar, con permiso de los
familiares recogió de nuevo el paquete pero ya no estaba el librito, solo el
estuche con la moneda y lo llevó a un banco.
Brel
se lamentó de no llevar a Reyes May con Abenatar, pero de aquel no había vuelto
a saberse. Eso sí, el señor Brel se encargaba de todos los asuntos de Abenatar
y hacía las veces de su apoderado, por
lo que al día siguiente irían al banco para sacar el estuche con la moneda.
IV
-¡Siempre
existirá esa duda sobre si Allan Poe se suicidó –dijo el profesor Smith- Hay
que recordar que un año antes tuvo una sobredosis de láudano y que en torno a
su muerte nadie aclaró muchas circunstancias, ni siquiera el médico que lo
asistió al final..!
La
conversación con Smith era algo que el doctor Reyes May había buscado
insistentemente apenas volver a Coro a comienzos de 1933.
Halando
los recuerdos, el anciano profesor Smith, prosiguió:
-Yo tenía dieciséis años cuando trabajé para
la “La Casa S” y recuerdo que unos
judíos de Baltimore le enviaron a Elías David un paquete pequeño con algunas
cosas personales de Poe que se subastaron en 1909 al conmemorar los sesenta
años de su muerte… Elías David sentía fascinación por Allan Poe - concluyó-
Y
el profesor Smith se levantó para ir a sus aposentos. Un par de minutos después
volvía con una vieja libreta. La puso sobre la mesa y la fue hurgando hasta dar
con una hojita suelta, amarillenta, corroída en un extremo; la extendió al
doctor Reyes y éste leyó:
“Oh tú, la maldita. Oh nosotros,
que no pudimos ser parte del tesoro del templo. Malditos tú y yo…”
-Esto
–dijo Smith- fue lo único que hallamos en la casa de Elías David cuando pudimos
entrar el día de su muerte. No había notas de nada… ¡Nada, solo esta nota sin
sentido! ¡Y ni siquiera estaba cerca del cuerpo!
El
doctor Segismundo Reyes se retiró a su casa. Tras hablar con Smith un extraño pánico
se apoderó de él de manera creciente.
Sintió
nauseas mientras caminaba. A pocos metros de su puerta sintió desvanecerse y se
apoyó en la pared. Reyes sudaba y temblaba. Pensaba y se aterraba, pensaba y no
dejaba de pensar…
V
-Esta
obra, señor Presidente de la República, es el fruto de años y años de recopilación exhaustiva y
de generosas donaciones que fui recibiendo por algo más de cuarenta años.
Quiero legarla a Coro y no pude hallar mejores espacios que estos ni mejor
nombre para distinguirla y darla a la posteridad –dijo el obispo emérito- -
-¡Museo
diocesano! ¡Museo de Coro la ciudad-museo!
Y
estallaron los aplausos y los “vivas” mientras el anciano prelado ofrecía a un
selecto grupo de asistentes el recorrido inicial por las quince salas en que se
organizó el museo. En la sala “Platería y objetos diversos” alguien del grupo
preguntó:
-¿Y
esa moneda que está allí, sola?
-No
pudimos clasificarla hasta ahora –dijo el obispo- ¡Ni siquiera la familia
donante sabe de qué se trata! ¡Pobre Segismundo Reyes!
Luego
el obispo dijo a los presentes que no estaban claras las circunstancias en las
que había muerto el doctor Reyes May hacía ya una cincuentena de años porque él no había llegado a conocerlo. Pero haya
sido por ahorcamiento o envenenamiento, -puesto que hubo dos versiones- dijeron
que apuñaba ésa moneda en la mano izquierda. Algo que tampoco podía certificar
como verdadero.
Y
mientras los brindis y las congratulaciones se sucedían dentro del museo; afuera,
el sol de julio dibujaba en el cielo un crepúsculo hermoso y rojo que asemejaba
praderas de un campo.
El
cielo coriano parecía un campo de sangre…
