En
tiempos de “La cunaguara” era Santa Ana de Coro un pueblote pretencioso que se
creía una ciudad. Y aunque al núcleo central de aquel puñado de casas, casonas
y templos, ya comenzaba a cercarlo su cordón de barrios populares,
la otrora primera capital de Venezuela conservaba al sureste las huertas de
familias pudientes, lo que le prolongaba el aire rural.
Irrigaban
aquellos cultivos, unas acequias que derivaban las aguas del río Coro,
represado en El Malecón de Caujarao por los hijos del mismísimo general Rafael
Urdaneta.
La
cunaguara y sus hermanas, avecindadas en lo aledaño a las huertas, ya por necesidad
o ya por vicio, optaron por abandonar muy temprano la idea de concertarse en
alguna casona o de iniciarse en las primeras letras con miras a obtener un
oficio decente. Ellas fueron putas, desde jovencitas, así de sencillo.
De
la cunaguara y sus hermanas nadie guardó sus nombres, de ellas solo se guardó
el recuerdo del oficio que ejercían.
Poseedor
de tantas morocotas como años, caminaba Don Manuelito rumbo a su huerta en
compañía de un joven ahijado de unos doce
años, de quien sospechaba, ya quería iniciarse en la muy coriana
práctica de la zoofilia. Con aire grave, Don Manuelito al pasar frente a la
iglesia de San Antonio, se quitó el sombrero y se santiguó solemnemente para
dar con ello inicio a la perorata que lo traía por los predios de su huerta un
domingo. Esto contra su natural costumbre de descansar en “el día del Señor”
Advertía
al pequeño ahijado, quien como a un divino oráculo lo escuchaba, que eso de
andar en pos de cabras y marranas, detrás de vacas y burras, era cosa de gente
depravada y primitiva. Además, por si fuera poco, eso iba contra la voluntad de Dios y exponía al
perpetrador a contraer enfermedades incurables, existiendo siempre la
posibilidad -¡Dios no lo permita!- de engendrar una criatura híbrida como presagio
del inminente fin del mundo. Sobre la masturbación no le prevenía, pero le machacó
una y otra vez:
-¡Para
el hombre, la mujer!
Huir
de la zoofilia y del ocio son dos cosas que un hombre decente debería hacer con
ahínco. Por dar un ejemplo, en la huerta estaba uno de sus nietos “El catire”
trabajando como cualquiera de los peones porque se resistía a estudiar pese a
tener también unos doce años. Si no quería ir a la escuela debía trabajar,
porque la vagancia, ofende a Dios que dio a los hombres extremidades y fuerzas
para conseguirse el pan. Se empieza por ser un holgazán y se termina por ser un
delincuente, razonaba Don Manuelito.
Al
fin llegaron a la huerta, sin mayor ruido abrieron el portón y entraron. Nadie
se veía por los alrededores. Don Manuelito, perspicaz como todos los viejos y
desconfiado como todos los ricos, rodeó la casa sin llamar. Nadie andaba por
allí.
Se
dirigió a las vaqueras bordeando el
estanque y allí estaba “El catire” desnudo, de espaldas a él, y montado sobre
una vaquilla en afán copulador, sudando,
bufando y lanzando exclamaciones en la
inocultable proximidad de la eyaculación.
Don
Manuelito y el ahijado retrocedieron en silencio para ingresar a la casa. Una
vez dentro, Don Manuelito dispuso todo para hacer café, y tomar, con panes y
queso, una merienda de media mañana para reponerse y volver a casa.
Oloroso
a “Lifebuoy” y bien peinado entró al mucho rato “El catire” disculpándose por
no haber venido antes al encuentro del abuelo. Lucía sus ropas limpias de
domingo y venía de bañarse. Por eso se había tardado tanto.
La
breve refección transcurrió sin sobresaltos hasta que el viejo dio la noticia
de volver a casa. El ahijado se adelantó hasta el portón y “El catire” venía
tras el abuelo que caminaba intencionalmente a paso demorado. Traspuesto
el portón el ahijado se alejó un poco, pero no tanto como para no ver el
momento en que Don Manuelito sacaba una moneda de cinco bolívares:
-¡Tome
catire! Agarre ése fuerte ¡Vaya a coger
a La cunaguara! ¡Pero déjeme los animales quietos!
La
última parte de la advertencia la acompañó de un poderoso coscorrón que hizo
trastabillar al nieto, y hasta el día de hoy, hace reír al ahijado al evocar
los tiempos de “La cunaguara” cuando Santa Ana de Coro era un pueblote con
pretensiones de ciudad.
CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR.