Cuando
se hizo el mediodía la señorita Cornelia comprendió que Jacinto no aparecería a
su cita. Con este sumaban dos los domingos que Jacinto faltaba a su encuentro
semanal, algo imperdonable para un novio después de diecisiete años de
compromiso. Pensaba en cuanta razón tenía su difunta madrecita cuando le
aconsejó que tal vez no fuera buena idea
eso de ponerse de novia con un telegrafista amigo de lupanares y de quien se
decía, que había adquirido en la capital la mala costumbre de frecuentar “casas
de mancebía”
Decidida
a romper con él, la señorita Cornelia se fue hasta el cuarto de su madre para
hurgar entre viejos arcones y gavetas a fin de recaudar todos los cromos y
postales, recuerdos, fotos y tarjetas,
que había recibido de Jacinto como muestras de un amor que no concretaba
su ascenso al altar, pero que sí pretendía frecuentemente deslizarse hasta el
tálamo, cosa esta que si no había sucedido hasta ahora se debía al empeño
puesto por la señorita Cornelia en defensa de su honra y virtud. Pero ahora, el
rompimiento sería definitivo.
Cuesta
abajo el descenso de Jacinto fue inevitable. Cirrótico y “confortado con los
auxilios celestiales” murió envuelto -a falta de olor de santidad- en un vaho
de ron justo en el trigésimo noveno aniversario de la muerte de su novia; quien
falleció debido a múltiples complicaciones
por la mordedura de un ciempiés que se ocultaba al fondo de un viejo
baúl donde ella buscaba quién sabe qué cosa la tarde de un domingo cualquiera…