Dedicado a Ángel Domingo Jiménez, alma de este relato.
I
A ciencia cierta, nadie podía afirmar de dónde había venido. Tampoco podía
asegurarse desde cuándo se había instalado en aquella casita vieja. Rodeado de unos
pocos muebles y con una mugrosa cama por lecho, el hojalatero parecía
sobrevivir más que vivir.
¡Tin, tin, tin! ¡Tan, tan, tan!
Grandes latas de aceite o de manteca vegetal y modestas latas de leche
perdían sus formas originales y cobraban nuevas apariencias y se prestaban a nuevos
usos bajo el implacable martilleo del hojalatero.
¡Tan, tan, tan! ¡Tin, tin, tin!
No había llegado todavía la revolución del plástico y el hojalatero era
necesario para fabricar medidas y embudos. Todo se compraba por galones. Todo
venía a granel. Detallar aceite, granos, especies y polvos, requería de echar
mano a una pequeña medida metálica o a un embudo. Tales artilugios artesanales
eran obra del humilde hojalatero.
No había llegado todavía la revolución del plástico…
¡Tin, tin, tin! ¡Tan, tan, tan!
II
Pero vino el plástico…
El aceite vegetal comenzó a llegarnos en presentaciones variadas: un litro,
medio litro, un cuarto de litro; los granos llegaban empacados, las especies y
polvos en papeletas. De a poco, embudos y medidas ya no hacían falta…
Un día, el humilde hojalatero decidió poner pies en polvorosas y tomar las
de Villadiego; pero antes era menester deshacerse de la ristra de embudos que
colgaban de su techo recordándole que su arte ya no era necesario.
La suave brisa de cuando en cuando mecía el curioso guindalejo que a ratos
tintineaba como diciéndole: aquí estoy por si no me has visto.
Juntó lo poco que tenía en una pequeña maleta y se asombró de poseer tan
pocas cosas. Pensando en ganar apenas lo justo para costearse el pasaje de
vuelta a su tierra enfiló sus pasos hacia la bodega de Monchito Ruiz:
-No chico, no puedo comprártelos. Ya nadie usa esas cosas- dijo el
bodeguero.
El hojalatero no insistió. Con el sonoro colgajo al hombro, nuevamente se enrumbó a su casa pensando, pensando,
pensando…
III
El hojalatero tuvo una idea. Hurgó a tientas sus bolsillos y halló en él
varias monedas de cinco céntimos de bolívar. Sentado en un cajón a la puerta de
su casa esperó el momento oportuno para fabricarse un cómplice inocente.
-Mirá muchachito- le dijo a un niño que pasaba.
-¿Querés comprar un “cobre” de caramelos?- y los ojos del niño se pusieron como
platos al comprobar que el hojalatero le extendía una cetrina moneda.
-Pero tenés que comprarlos a que Monchito Ruiz- observó el generoso
donante.
-Eso si… le preguntás primero si tiene embudos-
Asintiendo, el niño tomo el “cobre” y a toda prisa marchó a cumplir su
cometido. Tras la pregunta inicial al bodeguero, compró diez caramelos por un
“cobre”. Y al día siguiente, otro “cobre” y otro niño por la mañana, otro
“cobre” y otro niño por la tarde. La calle ponía los niños y los bolsillos del
hojalatero ponían los “cobres” que por unos días estuvieron llegando a la
bodega de Monchito Ruiz preguntando por embudos y comprando caramelos.
IV
Con descuido y con cuidado -al decir de los corianos- el hojalatero pasó
frente a la bodega del Señor Ruiz una tarde cualquiera. Monchito encontró providencialmente
apropiada aquella ocasión:
-¡Hey!- gritó al artesano de los metales -Vení acá-
Llegado el hojalatero a la bodega, Ruiz no perdió tiempo en saludos ni
conversaciones:
-¿Tenés embudos en tu casa?- preguntó
-Tal vez me queden unas tres docenas- respondió el hojalatero, mientras se
rascaba tras la oreja derecha con ademán desinteresado.
-Traemelas que yo te las pago bien- aseveró el bodeguero
Y una vez acordado el precio cerraron el trato.
Hecha la transacción el hojalatero regresó a su tierra y en pocas semanas
ya nadie recordaba siquiera su nombre. Nunca nadie más supo de él…
V
Al cabo de varias semanas de estar notando que nadie había vuelto a
preguntar por los dichosos embudos Monchito comprendió el timo del que había
sido objeto. Con el paso del tiempo la herrumbre vistió de hábito pardo los
alguna vez brillantes aparatos…
Muchos años después, sentado a la puerta de su casa Monchito recordaba con
un vecino amigo mejores días. Uno al lado del otro evocaban nombres de mujeres,
apellidos de familias, bares extintos, calles rebautizadas. Y así, sin querer,
nombraron cierta calle de la ciudad. El amigo interlocutor inquirió: -¿Vos te
acordás de que por ahí vivía un hombre que era hojalatero?-
Monchito, de soslayo, como pitcher que mira a segunda base, dijo al vecino:
-¡No me hagás acordar de ese hombre, haceme el favor!-
Y no se habló más…
Calixto Gutiérrez Aguilar/Marzo de
2015