Si
algún evento causaba ansiedad entre los selectos miembros de la alta sociedad
de la ciudad era el banquete anual del Colegio de Médicos del Estado. Nada era
tan esperado como aquello y no había como aquella otra ocasión para el lucimiento
de galas y para el derroche de elegancia y estilo.
Un
programa sencillo definido quién sabe por quién y quién sabe cuándo se mantenía
en uso desde que los más antiguos miembros del gremio podían recordar: Se daba inicio
formal a las ocho de la noche haciendo callar a un grupo de músicos de cámara que
tocaban piezas clásicas y tenía lugar la intervención del presidente en
ejercicio con unas palabras de salutación.
Acto
seguido, el tesorero informaba grosso modo de los ingresos y egresos, luego, se
llamaba al médico previamente designado quien con un discurso por regla general
muy breve, elogiaba los logros de la directiva y tímidamente señalaba
sugerencias o reivindicaciones por alcanzar. Finalmente, a nombre del comité de
damas, una copetuda señora invitaba al brindis y al disfrute de la fiesta no
sin antes saludar a algún muy raro invitado de cierto renombre, que bien podía
ser un venerable prelado, un avinagrado juez, un refulgente comandante del
cuartel general y en alguna ocasión hasta un muy mal digerido gobernador.
Una
o dos orquestas hacían el marco ideal para las libaciones y los consabidos hartazgos,
prohibidos a los pacientes y permitidos a los discípulos de Hipócrates.
Del
doctor Méndez U. se rumoraban muchas cosas en torno a su dificultad, aparentemente
invencible, para guardar la debida fidelidad conyugal. Dolores, su mujer;
“Lolita de Méndez U.” para las amigas, era toda bondad, toda clase, y toda kilos.
Últimamente, y esto era lo más comentado, al doctor Méndez U. le había dado por
andar con “mujeres de esas” a las que
alquilaba para el servicio completo de compañía y cama. Bueno, eso era lo que
se decía entonces.
Alguien
comentó que en el agasajo al doctor Manrique T. el doctor Méndez U. había tenido
el descaro de llevar a una muchacha que bien podría ser su hija, y Merceditas de
Marcano P. dijo que era cierto y que además no era la misma “muchacha” que había
llevado cuando recibieron a aquel poeta que con la más grande pompa fue homenajeado
por lo más granado de la sociedad.
La
verdad era que Lolita de Méndez U. no se merecía ese trato después de tantos
años de matrimonio. Así las cosas, el arribo de tan notable adúltero al
banquete fue convirtiéndose en el momento más esperado de la noche por obra del
chismorreo de unas cuatro señoras de bien. El galeno infiel no se hizo esperar
mucho tiempo, y llegó dejando de boca abierta a cuantos le vieron entrar al
salón trayendo del brazo a una caribeña beldad, que embutida en largo traje
carmesí de generoso escote, hizo las delicias de cuantos caballeros se hallaban
en la fiesta.
La
silueta de la muchacha en cuestión, la cabellera, la inobjetable belleza de su
rostro, la evidente elegancia al conducirse, nadie, absolutamente nadie habría
sabido decir qué era lo que en esa criatura les llamaba la atención. Ya le
ofrecían una copa, ya le dirigían un cortés y ceremonioso saludo, ya le
acercaban alguna “delicatesse”
La
muchacha se mantuvo rodeada de atentos caballeros y amigables vejetes que la halagaban
a más y mejor. Alguna conspicua dama hubo que desde su mesa le dirigió una
venia cordial.
Cuando
a la abrumada muchacha le correspondió ir al servicio de tocador, Merceditas de
Marcano P. y otras tres señoras vieron la ocasión de vengar lo que ellas creían
que era una afrenta. El grupo de las cuatro señoras entró al baño al tiempo en
que la muchacha secaba sus manos y se preparaba para retocar su maquillaje. Una
de ellas dijo en tono alto e irónico:
-¡Todo
ha cambiado querida Merceditas! Antes, por ejemplo, no se permitía en estos banquetes
la presencia de personas de dudosa reputación…
Sabiéndose
objeto de la invectiva, la muchacha terminó de usar el lápiz labial y elegantemente
lo puso en su bolso. Con ambas manos se ajustó el busto frente al espejo y
luego acomodó un poco su cabellera.
Giró
sobre sus talones y dijo a la dama parlanchina con toda la calma y firmeza del
mundo:
-¡Señora!
¡Yo soy puta! Y las cosas como son: si aquí hay una reputación dudosa, no es la
mía…
Y
salió del baño tan serena como cuando entró a la fiesta dejando en el aire esas
incógnitas por las que uno no sabría decir si era la figura, la cabellera, la
inobjetable belleza de su rostro, la evidente elegancia al conducirse, o qué
era lo que en esa criatura nos llamaba la atención.
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