miércoles, 2 de abril de 2025

QUE QUEDE ENTRE TÚ Y YO…

 

Te cuento que me encuentro en situación de calle porque así lo quise en su momento.

No soy víctima de nada, acaso de mi propia torpeza, pero de nada más. Soy perfectamente consciente de que uno solamente puede ser feliz cuando vive. Y como yo vivo como quiero…

No sé cómo habrá sido la vida de otros individuos que voy conociendo en estas misma circunstancias que enfrento día con día. Si algo se aprende rápido, muy rápido al estar en la calle, es que lo mejor es evitar las indagaciones sobre la vida ajena. Eso no evita toparse eventualmente con algún entrépito o entrépita (complacidos los que insisten en hablar según el género) que quiera compadecerse de uno y qué quiera saber por qué uno terminó deambulando por ahí. Insisto, yo no pregunto, y en parte lo hago para que no me pregunten.

Tuve una casa y una “familia” por así decirlo. Pero un día cualquiera me harté de ellos y de sus normas, de su vida regulada, supremamente normada en la que no se consienten espacios para la libertad individual. ¡Coño! Es que yo no sé ser masa.

Me harté de su “cuidado con los muebles”, “no pases por ahí”, “ven a comer”, “tienes que bañarte”, “esa alfombra es nueva” y entonces hice lo que mi espíritu libre me indicaba: cómo no podía mandarlos todos a la mierda – y si los mandaba no se irían, me fui yo. Todos dormían la siesta de un pesado domingo cuando decidí largarme.

No dudo que me buscaron ¡Si hasta carteles hicieron! – ¡Qué gentecita!- pero yo había decidido no volver y más nunca volví.

En materia de reglas, no sigo sino las mías, y cómo éstas contemplan no causar daño a nada o nadie salvo en el caso de defensa de la propia vida; voy por ahí tranquilamente.

En cuanto a la satisfacción de mis necesidades básicas de alimento y abrigo admito que al principio comer de lo que hallaba en la calle me resultaba muy bascoso, emético; pero uno se acostumbra porque entiende que es comer así o morir de hambre. Para dormir, duermo donde me dé sueño y a la hora que sea. En ocasiones me asocio con otros y entre todos nos cuidamos. Sin embargo, yo me cuido de asociarme muy seguido porque de inmediato surgen reglas, normas y jefes. Y yo prefiero ser de la pandilla pero no del rebaño.

Admito que tengo una inclinación muy marcada en cuanto al placer sexual, de verdad, admito que soy un fornicario irremediable. Por supuesto, como vivo en la calle no tengo tiempo para ponerme de exquisito y atiendo a la que se venga sea de la condición y aspecto que fuere. No tengo reparos.

Es verdad que al principio esto de copular en cualquier parte y ante la vista de otros me producía algún escrúpulo, pero ya superé esa vaina. Cuando la gente me lanza interjecciones o me grita obscenidades por refocilarme en la vía pública sé con toda certeza que no los mueve la salud moral sino la envidia, la más vulgar y cochina envidia.

Admito sí, que esto de tener que vaciar mi vejiga o desocupar mis intestinos en la vía pública me costó mucho trabajo al principio –claro, ya les dije que yo alguna vez tuve mi casa- pero también he superado esas convenciones sociales. Ahora que lo pienso, es curioso que la gente, sabiendo de qué va la cosa, se encierre en espacios reducidos para “oler” sus propias excrecencias. ¡Guácala! yo no hago eso.

Si me sorprende la necesidad, hago mis deposiciones dónde sea y sigo adelante como si nada. Así de simple.

Por otro lado, en cuanto a la religión no me atrevo a declararme abiertamente ateo, no sea que al final sí haya algo o alguien del otro lado de esta vida. Eso sí, aunque tengo muchos parientes católicos yo siempre fui de inclinación protestante. Pero a raíz de mis malas experiencias con dos pastores de origen extranjero (uno de Bélgica y otro de Alemania) decidí que mejor andaba yo por la libre. Porque si algo buscan los pastores es eso a lo que yo me resisto: un rebaño. Y repito que yo para ser del rebaño prefiero ser de la pandilla.

En materia de recibir consejos me cuido mucho. Los atiendo muy poco o no los atiendo, y, en cuanto a darlos, me cuido más. Eso sí, contigo voy a permitirme uno, uno solo:

¡No digas que todo esto te lo contó un perro callejero porque nadie, absolutamente nadie, te lo va a creer!

                                                                                                       

LAS COSAS COMO SON…

 

Si algún evento causaba ansiedad entre los selectos miembros de la alta sociedad de la ciudad era el banquete anual del Colegio de Médicos del Estado. Nada era tan esperado como aquello y no había como aquella otra ocasión para el lucimiento de galas y para el derroche de elegancia y estilo.

Un programa sencillo definido quién sabe por quién y quién sabe cuándo se mantenía en uso desde que los más antiguos miembros del gremio podían recordar: Se daba inicio formal a las ocho de la noche haciendo callar a un grupo de músicos de cámara que tocaban piezas clásicas y tenía lugar la intervención del presidente en ejercicio con unas palabras de salutación.

Acto seguido, el tesorero informaba grosso modo de los ingresos y egresos, luego, se llamaba al médico previamente designado quien con un discurso por regla general muy breve, elogiaba los logros de la directiva y tímidamente señalaba sugerencias o reivindicaciones por alcanzar. Finalmente, a nombre del comité de damas, una copetuda señora invitaba al brindis y al disfrute de la fiesta no sin antes saludar a algún muy raro invitado de cierto renombre, que bien podía ser un venerable prelado, un avinagrado juez, un refulgente comandante del cuartel general y en alguna ocasión hasta un muy mal digerido gobernador.

Una o dos orquestas hacían el marco ideal para las libaciones y los consabidos hartazgos, prohibidos a los pacientes y permitidos a los discípulos de Hipócrates.

Del doctor Méndez U. se rumoraban muchas cosas en torno a su dificultad, aparentemente invencible, para guardar la debida fidelidad conyugal. Dolores, su mujer; “Lolita de Méndez U.” para las amigas, era toda bondad, toda clase, y toda kilos. Últimamente, y esto era lo más comentado, al doctor Méndez U. le había dado por andar con “mujeres de esas” a las que alquilaba para el servicio completo de compañía y cama. Bueno, eso era lo que se decía entonces.

Alguien comentó que en el agasajo al doctor Manrique T. el doctor Méndez U. había tenido el descaro de llevar a una muchacha que bien podría ser su hija, y Merceditas de Marcano P. dijo que era cierto y que además no era la misma “muchacha” que había llevado cuando recibieron a aquel poeta que con la más grande pompa fue homenajeado por lo más granado de la sociedad.

La verdad era que Lolita de Méndez U. no se merecía ese trato después de tantos años de matrimonio. Así las cosas, el arribo de tan notable adúltero al banquete fue convirtiéndose en el momento más esperado de la noche por obra del chismorreo de unas cuatro señoras de bien. El galeno infiel no se hizo esperar mucho tiempo, y llegó dejando de boca abierta a cuantos le vieron entrar al salón trayendo del brazo a una caribeña beldad, que embutida en largo traje carmesí de generoso escote, hizo las delicias de cuantos caballeros se hallaban en la fiesta.

La silueta de la muchacha en cuestión, la cabellera, la inobjetable belleza de su rostro, la evidente elegancia al conducirse, nadie, absolutamente nadie habría sabido decir qué era lo que en esa criatura les llamaba la atención. Ya le ofrecían una copa, ya le dirigían un cortés y ceremonioso saludo, ya le acercaban alguna “delicatesse”

La muchacha se mantuvo rodeada de atentos caballeros y amigables vejetes que la halagaban a más y mejor. Alguna conspicua dama hubo que desde su mesa le dirigió una venia cordial.

Cuando a la abrumada muchacha le correspondió ir al servicio de tocador, Merceditas de Marcano P. y otras tres señoras vieron la ocasión de vengar lo que ellas creían que era una afrenta. El grupo de las cuatro señoras entró al baño al tiempo en que la muchacha secaba sus manos y se preparaba para retocar su maquillaje. Una de ellas dijo en tono alto e irónico:

-¡Todo ha cambiado querida Merceditas! Antes, por ejemplo, no se permitía en estos banquetes la presencia de personas de dudosa reputación…

Sabiéndose objeto de la invectiva, la muchacha terminó de usar el lápiz labial y elegantemente lo puso en su bolso. Con ambas manos se ajustó el busto frente al espejo y luego acomodó un poco su cabellera.

Giró sobre sus talones y dijo a la dama parlanchina con toda la calma y firmeza del mundo:

-¡Señora! ¡Yo soy puta! Y las cosas como son: si aquí hay una reputación dudosa, no es la mía…

Y salió del baño tan serena como cuando entró a la fiesta dejando en el aire esas incógnitas por las que uno no sabría decir si era la figura, la cabellera, la inobjetable belleza de su rostro, la evidente elegancia al conducirse, o qué era lo que en esa criatura nos llamaba la atención.

LA CUMBRERA: EL PUEBLO DE DONDE NO ÉRAMOS...

Parménides Teodoro, el abuelo de mi bisabuelo paterno, pasó a la historia sin apellido alguno. Español, andaluz, para más señas, es reconocido como el legítimo fundador de La Cumbrera. Se lo sabe padre de buena parte de la población inicial y diseñador de la disposición original del pueblo. De sus obras escritas solo se conservan dos ejemplares, ambos se encuentran en la sección libros y manuscritos raros de la Biblioteca Nacional. Y esto lo sé porque mi abuelo Néstor decía que él mismo los había visto. Yo, ni siquiera por lo llamativo de sus títulos me he motivado a buscarlos: “De la azarosa vida del famoso desconocido” y “Pormenorizada relación de las cosas que no es necesario conocer”

La Cumbrera, debió su fama al hecho de ser el único pueblo de nuestro país que surgió y se extinguió sin tener sepulturas. Hubo un cementerio, esto ha de aclararse, pero jamás se utilizó en los poco más de ciento veinte años de existencia del pueblo. Alguna vez nos llamaron “El pueblo sin muertos” pero tal calificativo no se ajustaba a la realidad porque sí moría la gente, solo que sus cuerpos no llegaban al pueblo por alguna razón. Propiamente, nadie se murió en el pueblo. Nunca. La gente de allá siempre murió fuera.

Innumerables aportes a la cultura nacional tuvieron su origen en La Cumbrera. Por ejemplo, es cosa bien documentada que habida cuenta de su clarísimo conocimiento del comportamiento de la mayoría de los materiales y las substancias; fue Parménides Teodoro quien aconsejó a una de sus concubinas, María, el introducir la punta del meñique en el centro de una arepa cruda para traspasarla y crear un agujero. Así, al freír ésta, el aceite podría circular y la arepa se cocinaría mejor. Claro, esto trajo como consecuencia inevitable que en lo sucesivo aquella María fuera conocida como “María la del huequito” o simplemente “María huequito”

Ya en la tercera década de su existencia se hizo necesario importar mujeres para formar nuevas familias en La Cumbrera. A estas alturas, todas las uniones sexuales tenían visos de relación incestuosa. Así, los varones se organizaban en “partidas de caza” para asistir a fiestas populares y “sacarse” a las muchachas de los pueblos y caseríos de alrededor. Pero pronto se convirtieron en los intrusos más odiados y temidos. Dos razones argüían las mujeres para darles mala fama: tenían éstos “una muy buena dotación para la vida” y además eran bruscos al amar. Tan lejos se llegó con esto, que se cuenta que en cierta ocasión cuando un grupo de “cumbreros” se dirigía a unas fiestas patronales en San Juan del Llano, los sanjuaneros los emboscaron en una quebrada y los conminaron a regresar por donde mismo había venido.

Y es que en La Cumbrera, cosa curiosa esta, jamás hubo armas de fuego. Jamás, en los poco más de ciento veinte años de existencia del pueblo, se oyó un disparo.

Entonces, como los sanjuaneros estaban armados de escopetas y carabinas. Lo cumbreros volvieron sobre sus pasos sin chistar. Ceferino Godoy, desde lo alto de un barranco gritó a los que iban en retirada:

-¡Si tienen muchas ganas, cójanse entre ustedes mismos, desgraciados!

Cuando se cumplieron los cuarenta años de la fundación de La Cumbrera todo comenzó a ir más rápido. Un hombre bajaba al conuco caminando hora y media y cuando subía por la tarde haciendo el mismo recorrido, encontraba a la mujer envejecida y a los muchachos crecidos. Una mujer se iba a lavar al río llevando una criaturita de pecho y subía a La Cumbrera con la criatura caminando, de la mano.

En cuestión de unos pocos días habían pasado tan rápido los años que así, sin pensarlo mucho, las familias se echaban al monte buscando el rumbo de la ciudad por detener aquello. Cuanto podían cargar se lo llevaban y en cada amanecer se sabía de un nuevo éxodo producido en la noche anterior.

Mi abuelo Néstor supo que no quedaba ninguna familia en el puedo porque una mañana cualquiera nadie vino a decirle quién se había largado durante la noche.

Llegó a la cocina y le dijo a su mujer y a sus hijos:

-¡Mañana, ni bien amanezca, nos vamos de aquí!

Y así, llegó mi familia a esta ciudad donde nos encontramos, un día cualquiera de un año sin importancia, con el cansancio de haber vivido en un lugar donde nadie había quedado a vivir para divertirse y ninguno había quedado muerto por quién llorar.